Eran los genes




La vi por primera vez en el festival Juguemos a cantar, cuando yo tenía 11 años. Era la conductora del programa y aunque su forma de bailar sólo resultó comprensible hasta mucho tiempo después, cuando aparecieron los zombis de Thriller, aquello pasaba a segundo termino porque su rostro era la perfección bajo un fleco de cornisa; además, sus vestidos eran como de personaje de Fuerza G, caricaturas que los de la cuadra veíamos devotamente, cada uno con su capa, es decir, con una toalla amarrada al cuello que nos acreditaba como enemigos del malvado Galactor.


Por ese entonces encontré en TV y Novelas un póster de ella, disfrazada como en Juguemos a cantar y trepada en una escalera de escuadra. La fotografía mostraba sus piernas, largas como chiflidos paralelos, y bajo la microfalda el blanco electrizante del calzoncito que me alejó, para siempre, de la secuencia inicial de Candy, Candy, esa donde tarzán pecoso brincaba de un árbol a otro mostrando lo mismo, pero sin uniforme de Fuerza G.


El tiempo, el basquetbol y algunas mujeres que por lo menos compartían mi código postal, me curaron la efervescencia amorosa, hasta que volvió en 1987 cuando viajamos a Oaxtepec a los Juegos Cañeros. Antes de la ceremonia de inauguración nos llevaron a las afueras del centro vacacional para organizarnos, y mientras esperábamos, en la carretera cercana empezaron a grabar una escena de Escápate conmigo, película donde ella compartía créditos con Mijares. Me sorprendieron varias cosas: primera, que todo el maquillaje de la producción se lo habían puesto a él; segunda, que el rostro de ella seguía siendo perfecto; tercera, que bajo ese rostro perfecto había un cuerpo de perro parado; y meses después, cuando vi la superproducción cinematográfica, sobrevino la cuarta conclusión: el zombi de Thriller seguía ahí.


Luego salió la canción Cuéntame y, como las desgracias vienen en paquete, también el video. Ella, por lo menos, trataba de hacer su trabajo: sonreía, guiñaba un ojo, luego el otro, mantenía el fleco a raya, etcétera; pero lo inconcebible era que por más que pretendiera bailar, por mucho intentara moverse, uno podía contarle las pecas de la espalda.


No varió mucho la cosa cuando incursionó en la música ranchera, salvo que en alguna ocasión vistió un traje color gamuza que originaba un singular efecto óptico: vista de frente, la cantante parecía una foto aérea de un sembradío de sorgo. Fue por esa época que en una presentación en Siempre en domingo, al inclinarse para agradecer los aplausos, se escuchó un ruido extraño, como de mofle roto, que atribuí al roce del micrófono en la falda. Pero gracias a la urgencia de Raúl Velasco en pedir un poco de comprensión porque un accidente cualquiera lo tiene, es una función natural del cuerpo, entendí: Dios mío, pensé, ésta muchacha tiene un tanque de gas butano atravesado en el estómago.


La indiscreción de Raúl Velasco marcó el ingreso de la cantante a la mayoría de edad, o para ilustrarlo mejor, el fin de la travesía de Lucerito hacia Luzpedo, y arrojó una explicación convincente, podríamos decir que irrefutable, sobre su rigidez.


Después transcurrieron los años suficientes para que mis amigos y yo sólo hablemos del pasado, síntoma inequívoco de decrepitud. En ese lapso, Luzpedo casó con Mijares, antecedente importante de las Sociedades de Convivencia, y continuó su carrera aunque con altibajos y uno que otro escándalo que no viene al caso comentar. No obstante, hace poco la vi en televisión berreando un canción mientras oscilaba irregularmente en el escenario, y atestigüe que si bien el tiempo es canalla, tanto su arritmia como su belleza gozan de cabal salud.


Pues bien, el pasado martes 12 de enero supe del escándalo nacional protagonizado por doña Lucero, suegra de los tsunamis nocturnos de mi adolescencia. Se trataba de un video grabado en la intimidad, donde los tragos, con varias señoras encima, ejecutaba para su marido un strip tease, por llamarle de algún modo. Podría decir mucho de esas imágenes, pero la mejor descripción me la proporcionó Juan Carlos, un amigo carmelita: “Nomás faltaron Lalo “El Mimo” y Alfonso Zayas”, dijo.


Les confieso que desde entonces me he sentido como la iglesia en tiempos de Darwin. Tantas lunas creyendo que un tanque de gas butano atravesado en el estómago era la causa de que mi Luzpedito viviera, bailara y cantara en perpetúa rigidez, para que doña Lucero lo explique todo a partir de la muy vulgar herencia genética.


Pero sé perder. Por mi parte someteré mis certezas a un riguroso análisis, que como bien me ha enseñado esta experiencia, no siempre la teoría más simple es la correcta. Y a Luzpedito, en honor a esos años en que su póster ocasionaba desastres telúricos en mi sistema hormonal, le deseo de corazón que la Divina Providencia se apiade de ella y le conceda a sus hijos el consternante ritmo de Mijares.


He aquí el video:






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