El diagnóstico






Se me ocurrió llevar mi camionetita al taller para que le revisaran una nueva dolencia: si enciendo el aire acondicionado para evitar la muerte por sancocho, la temperatura del motor sube vertiginosamente hasta convertirse en una sucursal de Niurka con 140 caballos de fuerza. Como el vehículo lleva ya 156 mil kilómetros sobre el espinazo, decidí que el taller tenía que ser de pedigrí, no de esos que florecen por generación espontánea y parecen instalaciones del Seguro Social, y el elegido fue uno que se encuentra sobre la Avenida López Mateos, antes llamado AC Delco aunque ahora ni letrero tiene.


El empleado que me atendió debió darme mala espina nomás por la cara que puso cuando me vio. Ese pasmo existencial, pensé, debe ser el mismo que experimentaron los conocidos de Robinson Crusoe cuando regresó a Inglaterra. Expliqué el problema del sobrecalentamiento y el mecánico me pidió que abriera el capirote, arrancara el motor y el aire acondicionado, y acelerara. Algo hice mal porque fui retirado de mi posición y tuve que contentarme con ver cómo el susodicho aceleró un poco, luego un mucho, fijó la mirada en el tablero e ingresó en una especie de trance místico que se prolongó hasta que se hizo el calor que devoró a Juanito Osorio, Bobby Larios y a media cristiandad.


Luego el mecánico salió de la camioneta y se colocó al frente, centró la mirada en alguna parte entre el radiador y el monobloque y cayó de nuevo en trance. Otros dos empleados, que salieron de quién sabe dónde, se ubicaron a un lado de su colega y mostraron su solidaridad gremial entrándole al arrebato místico con inusitado frenesí. En un principio, verlos me hizo reír imaginando en las casas cercanas cucharas dobladas, relojes parados y viejitos recordando cómo era la vida sin silnedafil, pero 15 minutos después ya me andaba por chasquear los dedos para acabar con la función, que a mí me vacunó contra supercherías paranormales el tal Uri Gueller. Sin embargo pudo más mi vocación pacifista que implica respetar el derecho a la meditación ajena.


Cuando el mecánico reingresó a la atmósfera, creí que lo pertinente era conocer su diagnóstico y pregunté. La respuesta me dejó perplejo:


- Al rato llega el ingeniero.

- Mucho gusto, pero lo que quiero saber es qué le sucede a mi vehículo.

- Al rato llega el ingeniero, ya él checará y levantará la orden.

- ¿Y entonces qué has estado haciendo todo este tiempo?

- El ingeniero, llega al rato.


Puede ser que el ingeniero posea la clave para solucionar el enigma y si no, que éste me sea revelado el día del Juicio Final o después, cuando los conductores campechanos aprendan a usar las direccionales. La verdad es que ya no me importa: la calidad en el servicio que tanto nos honra como liberales y heroicos patriotas me convenció, para siempre, de que el aire acondicionado sigue siendo un lujo aún en tiempos del calentamiento global. Riatatá tantán.



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