La caza de Azcárraga






En Tampico, Tamaulipas, ciudad de perdición donde los vehículos oficiales tienen logotipo institucional en el techo para no ser acribillados desde los helicópteros del narco, secuestraron a Fernando Azcárraga López, primo de Emilio Azcárraga Jean, propietario de Televisa.

Azcárraga López fue levantado por un comando armado al salir de un desayuno en un restaurante de la exclusiva zona residencial Lomas de Rosales.

Hermano de Francisco Azcárraga, titular de Televisa del Golfo, Fernando fue en dos ocasiones presidente municipal de Tampico, en ambas postulado por el PRI (aclaración necesaria en tiempos donde es común acostarse tricolor y levantarse azul o amarillo).

En Tamaulipas la violencia y la muerte son asuntos cotidianos que pocas veces encuentran espacio en los noticieros nacionales, pero este caso tendrá repercusiones inimaginables por el pedigrí de Azcárraga y por el cambio en la operación delincuencial: las víctimas han dejado de ser gente sin linaje, perrada pura, y la lista empieza a poblarse de Nombres y Apellidos ligados a la política y al empresariado que rige el país.

A más de cien días del secuestro de Fernández de Cevallos, pieza clave del panismo gobernante, y 48 horas después de la captura de La Barbie, que ha sacado a la luz una posible relación entre el narcotraficante y el candidato de Televisa, Enrique Peña Nieto, el secuestro de Azcárraga López se convierte en una estrella más del Bicentenario y en la evidencia de que la Justicia Divina, tantas veces invocada, se desplaza a la velocidad de una era geológica pero llega irremediablemente.

El círculo se cierra. Los beneficiarios de la corrupción y la impunidad son ahora víctimas de las perversidades que encubrieron por conveniencia, y una extraña asociación de ideas me ha recordado el método usado en la India para cazar monos.

Los cazadores fijan una caja a una mesa, adentro colocan un plátano y la cierran. La tapa tiene un orificio donde los animales pueden meter la mano pero no pueden sacarla una vez que empuñan la fruta. Trabados por la codicia, los monos chillan horrorizados pero no sueltan su premio cuando miran a los cazadores acercarse con toda la hueva del mundo, blandiendo el palo con el que van a destrozarles la cabeza.



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