Máquinas de destrucción masiva




Hoy por la mañana, cuando salía de visitar a los sexagenarios de la Mesa de la Izquierda en el Plaza, fui testigo de cómo un microbus, que corría a la velocidad del auto de libertad de Hank Rhon, estuvo a milímetros de fragmentar un carro que daba vuelta rumbo al parque San Martín. La impresión fue tan intensa que llegué a mi casa con un fuerte dolor en el esfínter.

No sucedió nada, por suerte, pero hace unos días sí: en ese mismo lugar, un microbus rebanó el capirote de un vehículo, literalmente, y en otra parte de la ciudad, hace unos meses, dos niñas fueron atropelladas por un microbus cuyo chofer había fumado eso que sublimó la vocación artística de Chico Che. Jugarnos la vida contra estas máquinas de destrucción masiva es el pan nuestro de cada día, y parece que nadie puede nada contra ellas.


Años atrás, los legisladores aprobaron una Ley de Transporte público que sirvió para lo mismo que el Código de Ética que firmó recientemente Fernando Ortega. Entre otras cosas porque no existe la voluntad para hacerla respetar. Es claro que las autoridades han incluido a los microbuses en la campaña para controlar la explosión demográfica, de otra manera no se entiende la lujuriosa cercanía de la policía con las compañías del transporte urbano.


Porque los policías no son idiotas, reciben órdenes. Por poner un ejemplo, en estos días son capaces de detectar una placa vencida o yucateca a millas náuticas de distancia, pero si se trata de las agresiones viales de los microbuseros, pueden interpretar magistralmente el papel de Víctor Méndez cada vez que le preguntan sobre la Ley para Sociedades de Convivencia. Chido: nos persiguen para obligarnos a pagar tenencia y a cambio nos ponen a jugar ruleta rusa con cañones de largo alcance.


La selectividad policíaca es, quizá, la evidencia más clara de la complicidad entre gobierno y empresas del transporte público, y la razón de tal entendimiento es que se tapan con la misma cobija. Los propietarios de microbuses son parte de la familia política campechana y esos lazos van más allá de colores y siglas partidistas.


Por tanto, caballeros, por el lado de las autoridades los ciudadanos estamos condenados. Ni siquiera les da la gana de escuchar propuestas, como la de instalar en las unidades controladores electrónicos de velocidad, porque afectarían los intereses de los amigos.


Pero lo más preocupante de todo es la indiferencia con la que los pasajeros observan los excesos de los conductores. No sé si creen que en caso de accidente el putazo se lo llevará otro, o si desean la muerte y el silencio es una forma de estimular al verdugo. Como sea, es pavoroso que hasta las reses tengan en mejor forma la autoestima: cuando las transportan al matadero por lo menos mugen.


Viéndolo bien, esos usuarios del transporte público son una expresión mínima de un fenómeno mucho más grande y complejo.


Cada sexenio los campechanos nos encaramamos en un camión que nos llevará a Nuevas maneras, Nuevas grandezas, Hechos y no palabras o a la Justicia y la Solidaridad; en el trayecto somos testigos silenciosos de las bacanales de corrupción y mentiras de los conductores, y al final viene el impacto brutal con la realidad que nos avisa que otra vez fuimos burlados.


Y sin embargo ahí seguimos, impávidos, mudos ante las ofensas y el saqueo, y si al caso, en un arranque de temeridad, murmuramos por lo bajo nuestro desencanto. Como me dijo una vez un amigo: “Qué quieres que haga, Miguel, si los campechanos somos huevones hasta para defendernos”.


Parece que la única manera de sobrevivir en este infierno es convertirnos nosotros también en microbuseros y ni modo, carnales, que sean otros los que sufran de dolores en el esfínter. Tantán.

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