Se ponchan llantas




Hace unos días, un inconsciente obstruyó la cochera de mis papás, molestia recurrente desde que en Champotón elaboraron un Centro Histórico de probeta y prohibieron a los conductores estacionarse junto a los arcos del Ayuntamiento, obligándolos a refugiarse en las calles cercanas.

Cuando mi papá descubrió el agravio armó un escándalo planetario que se impuso al bombardeo decibélico que nos recetan a diario farmacias Similares y Elektra y, además, me despertó. Fui a ver qué sucedía y recibí mi parte del drama: a unos cuantos metros otro conductor inconciente había tapado la cochera de tía Vilma, donde guardo mi carro. Entonces padre e hijo despedazamos la honra de unas mamás anónimas hasta que el ardor de garganta dio paso a la cordura y llamamos a la policía.

La voz que contestó en la dirección de Seguridad Pública nos prometió que en ese preciso instante estaba enviando una unidad, pero el preciso instante se convirtió en dos horas y media de tortuosa espera, así que volvimos a llamar. Ahora sí, nos dijo, ahí va. Transcurrida otra media hora llegó la patrulla con su cargamento: un par de agentes de cabello a rape y dientes metálicos que antes de cualquier cosa realizaron una minuciosa inspección del terreno: garaje, reja, autos encarcelados, autos mal estacionados y dos almas atribuladas que chupaban Graneodin y se mantenían en silencio en espera del evangelio. Luego uno de ellos preguntó:

-¿En qué le podemos servir?

Ahí, en esa pregunta, estaba el epitafio de todo este episodio, pero por desgracia no supe advertirlo. Explicamos lo mejor que pudimos el problema que la inspección policial no había podido detectar y dejamos que los policías deliberaran. Este fue el resultado:

-Lo único que procede es una multa.

-Pero eso no arregla el problema, mi papá tiene que salir, ¿por qué no llamas una grúa?

-No, pos eso sí va a estar difícil porque luego, ¿quién paga la grúa?

-¿Cómo que quién? ¡Pues el infractor!

-No, chavo. Es que luego no quieren pagar –dijo el poli que estaba al mando de la situación. Luego volteó y dio dos pujidos que sonaron más o menos así: “¡Ora, ora! ”, y el otro empezó a disparar multas, es decir, a llenar boletas amarillas con una caligrafía inquietante.

-¿Cómo que no quieren pagar? Si no es que quieran o no, sino que cometieron una infracción y deben hacerse responsables –reviré sin medir las consecuencias de mi atrevimiento. Lo que siguió me reveló una verdad terrible: si las cosas no han empeorado es porque los delincuentes han sido misericordiosos.

-Mira, chavo –dijo el policía-, lo que debes hacer es comprar un letrero de esos que dicen “No estacionarse. Se ponchan llantas”. Eso es bien efectivo.

Intenté una réplica donde hablaba del pago de impuestos pero el poli me paró en seco con un argumento teológico:

-Son órdenes de arriba.

Ahí quedó. Los policías se dedicaron a surtir boletas amarillas y nosotros nos metimos a la casa. No supimos a qué hora se marcharon los irresponsables que nos arruinaron la mañana pero uno de ellos dejó como recuerdo la nota de infracción remojada en el lodo del caño que separa la banqueta de la calle. Desde entonces una pregunta me ronda por la mollera: si la policía es inoperante en un caso tan nimio como la obstrucción de un garaje, ¿qué será de nosotros cuando se presenten actos delincuenciales más complejos?

Días después, en una entrevista informal, el gobernador repitió uno de los sones que más le gustan: que somos la entidad más segura de la república. De ser cierto, mi líder Fernando Ortega y los ciudadanos debemos agradecer el buen corazón de los delincuentes.

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