La encuestitis de Alito






Toda felicidad que no provenga del alcohol es ficticia. De ahí la maravillosa Semama Santa que pasé y su consecuencia: una cruda exponencial que sobrellevé con cierta dignidad hasta que vi publicada, en alguno de los periódicos que sirven como órganos de difusión de la campaña de Alito, una de esas supersticiones numéricas que se han vuelto tradición en tiempos electorales. Otra vez la mula a las encuestas, me dije. Vomité.

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Platicar con Alejandro Moreno es chuparse un monólogo reiterativo: el del tipo que ya la hizo porque supo instalarse en la estratosfera política y cohabitar con los dueños de México: desayuna con Videgaray para aconsejarle sobre asuntos financieros, almuerza con Osorio Chong y le musita al oído estrategias para la gobernabilidad, cena con Manlio Fabio para sugerirle retruécanos legislativos sombríos y eficaces, y se trata de picadas de nalga con el Presidente Enrique Peña Nieto: su padrino, benefactor y carnal. 

Por supuesto, el final del soliloquio es el triunfalismo sin cuarteaduras: "¡Ya está, papá!" Campeche es suyo, de él y para él.     

Hasta aquí todo fluye con cierta coherencia. Si la decisión política más importante para la entidad se tomará en el centro de acuerdo con la tradición priista, y Alito jura moverse en esa zona como un tapir en el lodo, entonces su historia es creíble. El problema inicia cuando el candidato olvida su categoría de propietario sexenal de la gracia divina y se empeña en entrar en trifulcas de barriada. 

Un ejemplo de esta fractura entre discurso y realidad es la publicación de encuestas en las que Alito es el puntero en todos los rubros posibles: como aspirante a gobernar Campeche o a ganar la Champions League.

Sí, encuestas, y ahí empiezan mis reparos.

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Hace tres años, las encuestadoras se treparon en el proyecto Peña Nieto y convirtieron sus números en elementos propagandísticos; se trataba de influir en la intención de voto creando la percepción de que la ventaja del candidato del PRI sobre AMLO era abismal y, por tanto, la victoria inevitable. No fue así y después del dos de julio los representantes de esas empresas salieron a decir, con todo el cinismo del mundo, que no sabían qué había sucedido, que había sido una votación atípica, que revisarían su metodología, etc. Pero el daño ya estaba hecho en ambos sentidos: sus encuestas ayudaron al triunfo de Peña Nieto pero destrozaron para siempre su credibilidad.

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Llegados a este punto, queda claro que la encuestitis de Alito es inútil, sospechosa y un mal augurio.

Inútil porque no hay quien crea en esas extravagancias numéricas. 

Sospechosa porque, ¿qué necesidad hay de recurrir a ellas para orientar el voto, cuando el voto es nada ante la voluntad presidencial que, según Alito, ya le entregó Campeche? 

Y un mal augurio porque, de entrada, refuta la lactancia cumbre de Moreno Cárdenas que más o menos dice así: “Para lograr lo que nunca hemos tenido, tenemos que hacer lo que nunca hemos hecho”. Sí, lo sé: los candidatos sueltan esta clase de disparates para engañar pendejos, es sólo sonido y furia que nada significa. Pero supongamos por unos segundos que Alito pretende honrar su palabra y hacer cosas nuevas. Pues bien, una proeza de tal calado requeriría de una gran imaginación, atributo ausente en una mollera desértica que no tuvo más remedio que acudir a mañas muy trilladas.  

Peor aún. Tanto las encuestas como el derroche de recursos para prostituir electores, factores fundamentales para el regreso del PRI a Los Pinos y para la probable victoria de Alito, son el antecedente perfecto para predecir el futuro que se nos viene encima: un Peñismo Región 4 que sólo profundizará nuestra desgracia: el saqueo que representa la abundancia de unos cuantos, atraso y miseria para los demás, y la consolidación de dos siniestros reconocimientos: el de ser la capital nacional del suicidio y, en términos de desarrollo económico, el grano del culo del mundo.

Besitos.

Tantán.

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