Pepto-cumbia





Hace un año, el alcalde de mi pueblo, José Luis Arjona, contrató a la banda El Recodo para el baile de fin de feria del 8 de diciembre. Y como es costumbre, por mi calle desfiló una multitud disfrazada para la ocasión: las gatilleras iban con botas, minifaldas de mezclilla, camisas a cuadros y sombreros, y los caballeros como injerto de Fernando Almada y "El Cochiloco". Por una noche Champotón dejó de ser tierra peninsular para convertirse en ciudad fronteriza. 

Al día siguiente la pestilencia era insoportable. Ríos de mierda corrían por los callejones que confluyen al parque del centro que, además, estaba sepultado bajo toneladas de latas de cerveza y botellas de plástico. Un asco. 

Este año, para la misma fecha y en el mismo lugar, el Rey Mongol Raulito Uribe trajo a Los Ángeles Azules, un grupo cumbanchero de inmenso prestigio y la respuesta del respetable fue soprendente: un lleno espectacular en el que no cabía un desodorante. Durante dos horas hubo cumbia en todas las formas posibles, una prueba extrema para sobacos industriales. Temí lo peor.

Creí que en los días subsecuentes los habitantes del centro tendríamos que protegernos con botas de hule, impermeables y mascarillas de oxígeno, como para una excursión al baño de la gasolinera GES, pero me equivoqué. El único remanente fue un tenue, casi imperceptible hedor a orines rancios que nada pudo contra la saludable fragancia de pescado podrido y sargazo crudo de todas las tardes. 

La conclusión es trascendente. La música de banda provoca diarreas salvajes; en cambio, la cumbia causa estreñimientos indestructibles. El uso terapéutico de estos géneros musicales abre nuevos e insospechados rumbos para la ciencia médica, una nueva etapa en el tratamiento de padecimientos milenarios que creíamos incurables. 

Nos vemos en enero.    

Besitos.

Tantán. 

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